CAMAGÜEY.- En medio del bullicio y el fervor de la Feria Renacentista de Medina del Campo, Valladolid, en la Plaza Mayor de la Hispanidad más grande de España, tuve la impresión de que el tiempo se había torcido sobre sí mismo. El aire olía a pan recién horneado y cuero curtido, mientras los pregoneros anunciaban con voces teatrales mercancías y hazañas de otros siglos. Los ropajes de terciopelo y brocado se mezclaban con el ruido de tambores y gaitas; Castilla revivía su esplendor imperial ante los ojos curiosos de los visitantes.
Fue entonces cuando los vi: cuatro músicos vestidos como “amerindios”, avanzando entre el gentío con una mezcla de solemnidad y carnaval. Llevaban los torsos pintados, tocados de plumas, tambores de cuero. La música que interpretaban sonaba más a samba que a areito, más a ritmo comercial que a invocación sagrada. En sus gestos, sin embargo, había algo de entusiasmo y buena fe, una alegría ingenua que no comprendía del todo el peso del disfraz. Los espectadores aplaudían sin reparar en la distancia simbólica entre el decorado y la historia. Y yo, desde la sombra de un toldo, pensé: ¿qué América es esta que se celebra aquí, en la plaza de la Hispanidad?
Cavilé en esa tensión permanente entre la mirada europea que nos ve exóticos y la memoria americana que todavía late bajo la piel. Esa escena me llevó inevitablemente a la noción de “encubrimiento”, tal como la formuló Enrique Dussel: América no fue descubierta, sino cubierta, ocultada bajo una mirada europea que la nombró para poder poseerla. Cada feria, cada desfile que revive “la gesta del descubrimiento”, parece repetir aquel acto de cubrir al otro con los velos de una identidad ajena.
En esa representación carnavalesca, el “indio” es un personaje pintoresco, una nota exótica dentro del relato triunfal de la modernidad. En Medina del Campo estábamos otra vez —convertidos en espectáculo, en eco, en tambor ajeno.
Pero América, pienso, no fue el decorado del descubrimiento, sino su consecuencia viva. En nosotros, los americanos, todavía resuena el eco de ese primer encuentro brutal. De ahí que las tensiones entre europeos y latinoamericanos —esas que afloran en conversaciones de café, en frases como “devuélveme mi oro”— no sean simples resentimientos, sino heridas de una historia que sigue latiendo bajo la piel del presente.
Recordé entonces a Calibán, ese hijo mestizo del choque de mundos, que Roberto Fernández Retamar convirtió en símbolo de nuestra América. Calibán es el esclavo que aprende la lengua del amo para maldecirlo, pero también para afirmarse. Es la figura del mestizaje rebelde, del ser híbrido que, aun dominado, habla desde el margen. “El hijo del encuentro violento entre Próspero y la isla conquistada”, decía Retamar. Shakespeare lo concibió como el salvaje deformado, pero nosotros lo reconocimos como espejo.
Calibán somos nosotros: los que resistimos desde el idioma que nos impusieron, los que habitamos el margen, los que seguimos hablando desde la herida, los que convierten la injuria en identidad.
Desde esa idea, entiendo mejor la intuición de José Vasconcelos, quien en su Indología soñó con una “raza cósmica” nacida del mestizaje. Creyó que en el cruzamiento de sangres y culturas se gestaría una humanidad nueva, más justa. En el mestizaje está la posibilidad de una cultura sin jerarquías.
Le faltó un sentido más agudo del presente, pero su esperanza sigue siendo un gesto luminoso frente al prejuicio imperial. América, dijo, tiene la misión de universalizar la cultura. Quizá no lo lograremos desde la pureza, sino desde la mezcla, desde esa frontera perpetua que habitamos.
Su sueño aún palpita en nuestras mezclas, en nuestras voces que no se dejan reducir a una sola raíz.
Y pienso en Cuba, donde el mestizaje no es teoría sino respiración. Aquí conocí a Rafaela Ramírez Rojas, descendiente taína sin saberlo del todo, que vive entre plantas medicinales y canciones viejas en un batey de Camagüey. Ella encarna esa resistencia silenciosa: su vida cotidiana es una arqueología viva del Caribe, una raíz que sobrevive a la colonización del tiempo. Su calalú, sus jarabes, su hamaca son fragmentos de un pasado que aún no ha terminado de decir su nombre.
Quizá por eso me conmueve tanto Nicolás Guillén, quien supo leer el alma de nuestras ciudades latinoamericanas no como un paisaje sino como ideología.
En su mirada, lo urbano no es un espacio neutro, sino el escenario donde se cruzan raza, historia y desigualdad. “La realidad connotada por la ideología —decía Manuel Castells— se modifica según la coyuntura.” Guillén lo sabía sin teorías: cada calle de La Habana, cada esquina de Bogotá o de Montevideo, late al ritmo de esa contradicción entre modernidad y dependencia.
Las ciudades coloniales, construidas para dominar, se convirtieron con el tiempo en espacios de mezcla y reinvención. En sus plazas —como esa de Medina del Campo— el poder erigió su arquitectura, pero también allí comenzó el mestizaje que hoy nos define.
Y en ese mismo pulso late Mariano Azuela, quien en Los de abajo intuyó que toda revolución es también un acto de creación. “Una época revolucionaria es creadora por excelencia”, escribió, y acaso toda América lo ha sido: un territorio donde el dolor se transmuta en arte, la derrota en palabra, la pobreza en música.
La música indígena precolombina, casi extinguida, nos llega como un eco remoto: flautas de barro, caracolas, teponaztlis. Los españoles la consideraron pagana, pero en cada golpe de tambor había una cosmología. Tal vez por eso me incomodaron tanto los tambores de los falsos “amerindios” en Medina del Campo: porque su ritmo no venía de los dioses sino del espectáculo.
Al caer la noche, el festival Mapping Me —insertado todavía dentro de la Semana Renacentista en su edición del 2024—proyectó sobre las fachadas de piedra un espectáculo de luces. Las paredes se volvieron lienzos: colores, mapas, rostros, banderas. Allí donde alguna vez se dictaron órdenes de conquista, ahora se proyectaban imágenes de un mundo que, al menos por un instante, parecía mezclarse. Pensé que tal vez de eso se trata el futuro: de aprender a dialogar con los muros, no a derribarlos sin comprender sus sombras.
Hoy, 12 de octubre, España celebra su fiesta nacional y América recuerda la resistencia indígena. Entre ambos extremos hay un espacio donde podemos mirarnos sin disfraces, sin culpas automáticas ni nostalgias vacías. Un espacio para el diálogo, que no niega la historia pero tampoco la repite.
Porque más allá del encubrimiento y la resistencia, el camino que nos queda es el del diálogo. No el diálogo complaciente que olvida, ni el rencor que inmoviliza, sino el reconocimiento mutuo entre orillas. En el fondo, todos habitamos la misma plaza —esa donde se cruzan los siglos, los idiomas, los cuerpos.
Lo sé porque estuve allí, en esa plaza donde la piedra y la memoria se confunden. Vi pasar a los falsos amerindios, escuché sus tambores prestados y supe que América seguía danzando —no en la nostalgia, sino en la vida. América no está tan lejos de allí. Está en mi mirada, en mi lengua, en mi memoria. América, en la Plaza Mayor de la Hispanidad, sigue danzando —encubierta, resistente, y aún dispuesta a hablar.