CAMAGÜEY.- En un país donde la pregunta más frecuente no es a qué te dedicas, sino “¿y tú no te piensas ir?”, el guitarrista catalán Alfred Artigas decidió estar. No porque Cuba sea fácil. No lo es. Ni por exotismo. Ni por nostalgia de otra época. Se quedó porque aquí, a pesar de todo, hay algo que vibra. Y porque él sabe escuchar.

 Anoche, en el Dodo's Café del cine Encanto, eso se hizo evidente. El lugar no estaba listo. Apenas comenzaba el concierto, una batidora irrumpió como si compitiera por el solo. Los aires acondicionados zumbaban como enjambres desorientados. Personas hablaban, reían, caminaban. No por maldad, sino por inercia. Porque no hemos aprendido a escuchar. Porque confundimos cultura con ambiente.

 Pero Alfred siguió tocando junto al anfitrión, el contrabajista camagüeyano Eduardo Campos Reid, a quien debemos la idea hermosa de empujar la primera Jornada Jazz Príncipe, con el apoyo de la Asociación Hermanos Saíz (AHS).

 Con una guitarra que parecía respirar, insistía en su forma de estar: con paciencia, con escucha, con sinceridad. Un europeo tocando jazz en una ciudad que olvida su propia música. Un músico que no exige silencio, pero lo provoca.

 Decir en Cuba “guitarrista de jazz” puede sonar a chiste, comentó con ironía por la tarde, dado que el llamado por él mismo “formato feroz” —piano, vientos, batería, tumbadora— que predomina en el jazz cubano, deja escaso espacio a la guitarra.

 “El guitarrista tiene que alterar el sonido para poder atravesar ese formato feroz”, explicó. Incluso, cuando logra hacerse un lugar en la banda, suele recibir apenas un espacio marginal para improvisar: “ahora toca, pero ponla buena”.

 En La Habana, ha terminado desempeñándose más como productor y arreglista que como guitarrista, aunque suele acompañar a trovadores.

 

TOCAR CON LOS OTROS

 Alfred conoció Cuba a través de Santa Clara, y eso se le nota. Ha tocado con trovadores como Yaíma Orozco y Roly Berrío, y siente que ha aprendido más que acordes. “Entendí que las canciones no son unos acordes sino una cápsula de vida”.

Sobre Roly, con quien dice que parecen más “un dúo cómico que musical” se confiesa desconcertado pero admirado: “La parte metamusical de Roly para mí es un misterio… pero tocar con él ya me expone a estar dentro del misterio”.

 “Nunca había improvisado sobre cuerdas”, confesó anoche, justo después de hacerlo junto al Quinteto de Cuerdas Santa Cecilia.

 Su forma de tocar es también una forma de estar. Una forma de abrirse a lo desconocido. Como cuando menciona, casi de paso, que nunca antes había improvisado sobre cuerdas. Habla de amistades, admiraciones, aprendizaje mutuo. Todo eso lo ubica como alguien que se inserta en un ecosistema humano y artístico sin colonizarlo.

 Por eso, no vino solo a tocar. Desde la Universidad de las Artes compartió una mirada crítica, honesta y generosa sobre el jazz y la música en general. En una ciudad que ha tenido historia musical brillante pero hoy necesita nuevas sacudidas, su visita es una provocación necesaria.

 Mientras en las escuelas de arte de Camagüey el jazz no figura en los planes de estudio, Artigas lo hizo sonar y pensar.

 

UNA CIUDAD QUE NECESITA EL JAZZ

 No llegó por los caminos habituales. Todo comenzó en Morón, gracias a la amistad con Dayron Oney —trompetista, pianista, tresero, contrabajista—, hijo del saxofonista Nelson Oney. Allí conoció a Eduardo Campos, tocaron juntos, y de ese deseo de reencontrarse más seguido nació este viaje. Camagüey lo recibió con los brazos abiertos, aunque el jazz aún no esté del todo sembrado en su suelo académico.

 Camagüey tiene historia musical: bandas, orquestas, coros, maestros. Pero en el presente inmediato, se percibe una pausa. Hoy por hoy, solo Eduardo Campos se ocupa —y se preocupa— por insuflar espíritu jazzístico a la ciudad, lo hace desde la AHS y desde el aula. Pero hay una paradoja: en una ciudad con enseñanza musical en los tres niveles —elemental, medio y superior—, el jazz no figura en los planes de estudio.

 Por eso, la conferencia de Alfred Artigas no fue un gesto ornamental, sino un acto necesario. El espacio elegido —la Universidad de las Artes— subraya además la intención de plantar una semilla allí donde se forman los futuros músicos y docentes. El jazz, con su lógica de escucha, interacción y riesgo, podría ser precisamente el revulsivo que la academia necesita.

 

SINCERIDAD, NO ESTILO

 Artigas no defiende géneros, sino formas de estar. “Lo que hace falta es música sincera y honesta, y generosa. Da igual un poco el estilo”, dijo. Para él, el jazz representa eso: una manera de relacionarse con la música desde la libertad, la rebeldía y el respeto mutuo. Pero también sabe que hay un jazz domesticado, institucionalizado, que pierde su raíz. “El jazz también se ha traducido en cosas no tan honestas”.

 Su crítica es lúcida, sin caer en el juicio. “Los cubanos os sentís la Isla de la Música porque lo sois”, dijo sin rodeos. Pero también invitó a abrir la mirada: “La música es patrimonio de los humanos”. Ni endiosamiento ni falsa modestia. Escucha. Comparte. Aprende. Esa es su ética.

 Y aunque vive en Cuba, no llegó por un interés profesional en la escena del jazz. “El jazz como se toca en La Habana a mí no me llama”, confesó. Lo que lo atrajo fue la relación humana que lo ha rodeado: “Gente bestial, muy enfocada y comprometida con la música”. En su manera de tocar hay una búsqueda: no imponer el sonido, no adaptarse al formato feroz —como llama al típico ensamble de piano, viento, batería y tumbadora—, sino encontrar su espacio.

LA DOCENCIA COMO ENCUENTRO

 Repite varias veces ideas como “arte sincero”, “música honesta”, “curiosidad verdadera”. Es claro que para él la autenticidad es un valor esencial, tanto en la docencia como en la interpretación. Y se permite decirlo con claridad, sin impostura.

 En su trayectoria, Alfred ha enseñado tanto como ha tocado. En Cuba ofreció talleres en Santa Clara y trabajó dos años en el Colegio Español de La Habana. Pero es claro en su postura: solo da clases cuando hay verdadera curiosidad del otro lado. “Es un privilegio ser profesor cuando hay curiosidad”. Lo contrario —la docencia forzada— ya no le interesa: “Esa gestión de clases en que el alumno no quiere estar… ya lo hice mucho, y no me apetece”.

 En Camagüey, su clase fue más que teoría. Fue una conversación directa con los estudiantes. Les habló de la melodía como punto de partida, de cantar para entender. En casa —confesó— canta cuando nadie lo ve. “Canto la melodía y toco el bajo. Luego toco la melodía y canto el bajo”.

 ESCUCHAR, NO SOLO LEER

 Artigas subvirtió muchos códigos. Dijo que durante años estudió armonía sin lograr conectar. Que los acordes estaban en su cabeza, pero no en sus dedos. Que la música no puede limitarse al “qué”, sino que debe nacer del “cómo”. “El ritmo tiene un pie en el qué y otro en el cómo”. Por eso, se desmarca del jazz codificable, hecho de corcheas y compases. “No es saber contar. Es saber a qué suena, cómo suena. Es dejar que las cosas pasen”.

Frente a los profesores y estudiantes, lanzó una pregunta clave: “¿Cómo te enfrentas a una canción si tienes tiempo?”. Y se respondió: escuchando, tomando decisiones reales, comprimiendo o alargando compases, cantando lo que quieres tocar, improvisando sobre lo que no se te va a olvidar —como las canciones de la infancia—. Porque la estructura importa más que los acordes: “Si te pierdes en la estructura viene el pánico, y el pánico se nota”.

 IMPROVISAR NO ES ADIVINAR

 Alfred se presenta sin pretensión. Cuando dice, por ejemplo, “nunca había improvisado sobre cuerdas”, no lo hace desde un lugar de limitación sino de asombro, de apertura a la experiencia. Ese reconocimiento de lo nuevo —sin ansiedad de mostrarse como experto— habla de una actitud que en el jazz (y en la vida) es fundamental: la disposición a escuchar, a no saber, a dejarse transformar.

 “El jazz puede ser la mejor música del mundo… y también la peor”, dijo sin ironía. “Ya no me interesa la música tocada desde el qué”. Y con humor, se refirió a sus inicios: “No sé por qué quise ser músico de jazz cuando no lo había escuchado”.

 Improvisar no es adivinar, sino construir libertad dentro de un formato. “La técnica —dijo— es que yo oiga algo y mi cuerpo logre hacerlo. Como una nota de 16 compases que atraviese todo”. Rechazó la idea de un Beethoven solemne por mandato: “¿Cómo poner tu identidad en algo con cientos de versiones?”. Y recordó que el jazz nació para quejarse, para bailar. “Si no eres consciente del uso de esa música, vas a estar perdiendo información”.

 

ESTAR AQUÍ, A PESAR DE TODO

 Artigas vive en Cuba por elección. Sabe que, como europeo, blanco y hombre, tiene privilegios. Pero elige quedarse. “Sigo viendo cosas por las que vale la pena este lugar”, dice. Habla de los apagones, del tráfico sin semáforos, de la cultura de la resistencia. No lo dice con condescendencia. Lo dice como alguien que ha decidido aprender de esa forma de estar.

 Tiene una mirada crítica tanto sobre la escena cubana como sobre la española o la europea, pero lo hace sin superioridad. Subraya con claridad que “el saber es compartido”, y que nadie lo sabe todo. Esa forma de decir —tan horizontal y consciente— es muy valiosa en contextos donde la crítica suele vivirse como juicio externo y no como invitación a la mejora colectiva.

 Esa conciencia y elección le da profundidad ética a su práctica musical y pedagógica.

 REPERTORIO DE JAZZ EN CUERDAS

 En el concierto de anoche, Alfred Artigas y Eduardo Campos ofrecieron una experiencia musical única, profundamente anclada en el repertorio del jazz clásico y moderno. Acompañados por el Quinteto de Cuerdas Santa Cecilia, los músicos exploraron una paleta emocional rica, que fue desde la melancolía nostálgica hasta la libertad expresiva de la improvisación.

 Entre las obras interpretadas, destacaron temas emblemáticos como “Take Five”, de Paul Desmond, y “As Time Goes By”, de Herman Hupfeld. Ambas piezas cobraron nueva vida gracias al inusual diálogo entre la improvisación jazzística y el sonido envolvente de las cuerdas, marcando un momento especial en la trayectoria de Artigas, quien confesó que era la primera vez que improvisaba acompañado por un ensamble de cuerdas.

 El repertorio también incluyó joyas del género como “Dindi” de Antônio Carlos Jobim, “Crazeology” de Benny Harris, “Cheese Cake” de Dexter Gordon y la delicada “Beatrice” de Sam Rivers. Cada interpretación fue un viaje emocional: del lirismo introspectivo de Beatrice a la energía rítmica de Crazeology, pasando por la sensualidad suave de la bossa nova en Dindi.

 El cierre del concierto fue especialmente conmovedor con “Do You Know What It Means to Miss New Orleans?”, una canción cargada de nostalgia que sirvió también como eje central de la conferencia ofrecida por Artigas sobre los fundamentos y posibilidades de la improvisación. Usando este tema como base, el guitarrista expuso con claridad cómo el jazz permite reinventar lo conocido, dialogar con la memoria musical y expresar emociones profundas desde la libertad creativa.

Fue una noche donde el virtuosismo se encontró con la emoción, y donde la improvisación no fue solo un recurso técnico, sino un lenguaje vivo entre culturas, generaciones y géneros.

 

EPÍLOGO ABIERTO

 Artigas se muestra como un músico con una ética clara, sin dogmas, sin jerarquías mentales, con amor por el proceso, por las personas y por la música viva. Lo que dice y cómo lo dice apunta a una sensibilidad afinada, no solo musicalmente, sino humana y políticamente.

 Alfred se irá pronto de esta ciudad, pero deja más que un concierto. Deja preguntas abiertas. ¿Y si el jazz volviera a Camagüey no como una visita ocasional, sino como parte de su currículo? ¿Qué se necesita para despertar esa ciudad musical que Camagüey fue? ¿Quién más, además de Eduardo Campos, tocará esa puerta?

 Improvisar sobre cuerdas puede parecer difícil. Pero Alfred ya mostró que no es imposible. Que vale la pena intentarlo.

 Hay algo profundamente raro —y valioso— en alguien que elige estar aquí cuando todo el mundo quiere irse. Alguien que vino a compartir preguntas. Que sabe que el jazz no es estilo, sino actitud. Y que improvisar sobre cuerdas en Camagüey es también improvisar sobre un país lleno de ruido, pero todavía capaz de afinarse.

 Este 30 de abril, Alfred Artigas celebra el Día Internacional de Jazz en Camagüey, aunque sabemos que ha hecho que el jazz reine todos los días.