CAMAGÜEY.-  El Coloquio Nacional Orgullo de Ser Cubano nació con una vocación movilizadora: hacer del diálogo un acto fundacional que conduzca a la acción, que convoque a la Cultura y a la Educación como brazos articuladores de un nuevo consenso. Camagüey, ciudad de pactos históricos y de memorias profundas, fue el escenario perfecto. Y aunque la voluntad de encuentro fue generosa, la experiencia nos deja enseñanzas urgentes sobre los modos de decir y de construir en colectivo.

 Una de las grandes tensiones del evento —y de tantos otros espacios similares— fue la gestión del tiempo. Más allá de los retrasos iniciales, lo verdaderamente significativo fue cómo, una vez iniciadas las intervenciones, se desdibujaron los límites de cada participación. Se percibió una especie de embriaguez con la palabra, como si quien hablaba sintiera que su momento era el único tiempo legítimo, como si la urgencia de su verdad justificara el desborde.

 Y es que el poder de la palabra, cuando se ejerce sin conciencia del tiempo compartido, puede transformarse en un acto excluyente. En nombre de la pasión por el discurso, se dejó poco margen a la escucha plural, al intercambio equitativo. Todos querían decir algo, pero no todos pudieron ser escuchados con igual atención. El coloquio —que significa etimológicamente *conversación*— por momentos se convirtió en un encadenamiento de monólogos. La palabra se volvió casi un escenario de poder.

La socióloga María Teresa Caballero es profesora de la Universidad de Camagüey. Foto: Leandro Pérez Pérez / AdelanteLa socióloga María Teresa Caballero es profesora de la Universidad de Camagüey. Foto: Leandro Pérez Pérez / Adelante

Sin embargo, figuras como la profesora María Teresa Caballero, con apenas unos minutos, lograron provocar pensamiento y emoción. Ella encarnó la síntesis como forma de respeto, como pedagogía del tiempo compartido. Su capacidad de condensar, de enunciar con claridad y pasión, nos recordó que lo breve no siempre es superficial, y que lo profundo puede ser también conciso.

Juan Eduardo Bernal, “Juanelo”, investigador de Sancti Spíritus, por su parte, trajo la sabiduría del afecto y la tradición oral. Su intervención no fue solo contenido, fue forma. Habló como se conversa en los portales,como se reflexiona desde la vida vivida, sin artificios, con el humor necesario y la emoción justa. Su mirada sobre el sujeto popular, los afectos, la historia, la identidad y la urgencia de dialogar —no solo acercar— fue un ejemplo de cómo una intervención puede ser movilizadora sin ser extensa, cómo el tono puede ser igual de importante que el contenido.

 Y quizás ahí esté la clave para pensar los próximos espacios: en aprender a convivir con el tiempo como un bien común. A entender que el respeto al reloj no es burocracia, sino ética de la participación. Que hablar mucho no siempre es sinónimo de aportar, y que aburrir —como dijo Juanelo— también es una forma de ofensa cultural. Que hay que practicar la síntesis, no como reducción, sino como forma de afilar la idea, de pensar con precisión, de llegar al otro con claridad y sin abuso.

 Este coloquio deja una certeza: Cuba necesita hablar. Pero también necesita escucharse. Necesita encuentros que no se diluyan en discursos, sino que construyan acuerdos y planes. El reto está en convertir ese impulso de la palabra en acción, en decálogo vivo, en compromiso cotidiano. Porque no basta con saber qué nos duele; hay que organizarnos para sanar.