CAMAGÜEY.- Sus manos tiemblan, pero no cuando cortan, doblan y ensamblan. Tampoco cuando ajusta un motor o toma el volante. Ahí, entre herramientas y cartón, el Parkinson parece olvidarse de José Alberto Sosa Guerra. Su doctora le dijo algo que siente como un retrato: que la enfermedad está en el cuerpo equivocado. Pero él no se define por eso. Se define por su pasión, esa que lo ha acompañado desde los 12 años, cuando comenzó a construir equipos de transporte a escala, pieza por pieza, con una precisión que desafía su propio pulso. Hoy sigue trabajando la mecánica, sigue manejando, y tiene cerca de 200 modelos propios, detallados hasta lo increíble.
“Los camiones me gustaron desde niño porque cuando nací, ya mi padre era camionero”, responde cuando emprendemos la búsqueda de su kilómetro cero. Imaginamos al niño que jugaba en el patio alrededor del ZIL-130 o V-8 que manejaba el papá para la empresa arrocera.
Vive en la calle Bagot, en el reparto Buenos Aires de Camagüey. Una calle de tierra. En época de sequía, el polvo se levanta y deja un aire seco en la garganta. Si llueve, el drama para salir a la ciudad del asfalto puede ser mayor. No todo está en inscrito en la lista de patrimonio mundial. Premio de la Humanidad es una familia que sostiene, sin aspavientos, la vida de un hombre. No lo cuida desde la lástima, sino desde el respeto a su voluntad de seguir en pie.
A través del pasillo, la madre nos observa. De la escuela llegaban las quejas porque llenaba las libretas de dibujos. También solía transformar cuanto objeto le regalaban: “Mi madre trabajaba en la EPIA-11, haciendo maquetas de hoteles. Vi la posibilidad de cortar un cartón y hacer una figura. A ella le pedí cartón y a un amigo las rueditas de un juguete. Así hice mi primer camión. Tenía 12 años. Como quedó muy feo, lo desarmé y construí otro. Me di cuenta que podía crear camiones a mi manera, modelos únicos, porque cada persona en este mundo es única. Aquello para mí fue una proeza”.
—¿Estudió Mecánica? —pregunto como si soltara una verdad de Perogrullo.
—Soy autodidacta. Nací con eso. Mi escuela fue mi papá. De ahí empecé a andar en otros camiones, con sus amigos. Preguntaba por aquí y por allá. Vi que ese mundo era grande. Así empecé a mecaniquear.
Entender a alguien que ama los camiones es asomarse a un mundo donde la grasa en las manos es un trofeo y el sonido de un motor encendiéndose es una melodía. Lo sé porque mi hermano también es mecánico. Para él, cada tornillo tiene un propósito, cada pieza una razón de ser, y cada viaje, aunque no lo haga él mismo, es un testimonio de su trabajo.
—En Kuzgun, la serie turca del momento, un mecánico le dice a otro personaje que el motor es como el corazón y debe cuidarse igual. ¿Qué piensa?
—No puedo explicarlo con palabras, eso hay que sentirlo. Es como el latido del corazón. Por un ruido descubres un defecto técnico, por un olor detectas un problema. No tiene sentimientos, pero responde a tus órdenes. Si quieres correr, corre. Si quieres parar, para. Es una máquina que llegas a dominar.
Yo no iba prejuiciada, pero temía por mis límites, por la incapacidad para concentrarme y escuchar el relato de un hombre que era un torbellino en el sofá. Sin embargo, encontré apoyo en sus ojos. Su mirada serena me ayudó a mantener mi control.
—Su tía Eneida Sosa, La Dama de la Tonada, me contó que lo diagnosticaron fuera de Cuba, ¿cómo descubrió que algo fallaba?
—Fui a Angola como chofer. Hay tecnología y piezas, pero se inventa igual. Por tanto, hice lo mismo: mecaniquear, reparar, chapistear, pintar. Fue bonito porque conocí otra cultura... Pero el camionero de por sí se da mala vida, solo tiene tiempo para manejar. Trabajaba mucho, casi no dormía. La parte izquierda de mi cuerpo empezó a fallar. Seguí adelante, hasta que se agravó. Fui al médico. Me atendieron cubanos. Luego de días de pruebas, me dijeron: tienes Parkinson. Es una enfermedad mala. No te deja caminar ni hablar ni comer ni hacer nada. Tenía 36 años. Ahora tengo 52.
Hay algo conmovedor y paradójico. Su lucha es contra el olvido, contra la quietud impuesta, contra la idea de que su historia termine en la derrota. Al contrario, cada obra de cartón es un testimonio de su resistencia, un símbolo de que, aun cuando el cuerpo falla, la pasión puede seguir en marcha.
—¿Cuánto cambió su sentido de la vida a partir de la mala noticia?
—Cambió en un instante. Cuando llegué a la casa, e interioricé: estoy enfermo. Empecé a llorar. Y me dije: esto es una carga más pero no me va a parar. Seguí haciendo lo mío, pero con más responsabilidad.
Su hermana, que trabaja en farmacia, dice que al principio algunos aseguraban que en cinco años estaría inmóvil. Quince años después, sigue luchando.
—¿Cómo enfrenta el día a día?
—Me levanto a las siete, tomo el medicamento y espero que haga efecto. Mientras tanto, estoy rígido. Cuando mejoro, voy al taller, doy unos martillazos, derrito dos varillas, gasto un poco de pintura y luego regreso a mis carritos.
—Lleva 40 años haciendo carros para una vida “de velocidades”. ¿En qué momento los inventa?
—Para mí es un hobby. Fui creando mi estilo, desde que me incliné por eso. He incluido en mi vida diaria hacer algo de un carrito. Demoraba dos o tres días, sin dejar de hacer otra actividad, ya fuera mecaniquear, soldar, pintar. Uso cartón como material principal, algún pedacito de metal y las rueditas me las funde un amigo. La complejidad depende de cómo me lo imagine. Me pongo el reto de las figuras y a veces lo consigo. Ahora me lleva más tiempo. Y ya necesito dormir a las once de la noche. A esa hora dejo lo que esté haciendo, y me acuesto.
—¿Nunca los ha exhibido?
—No. Me gustaría que la gente los viera. A todo el que ama un camión, le emociona ver otro. Y ya mi colección es de 186.
—¿En qué está ahora ocupado como mecánico?
—En un carro de un amigo. Es un carro electrónico. Estoy quitándole ese sistema de frenos, para ponerlo convencional porque las piezas no las hay en Cuba; por ejemplo, hay que ponerlo como un Lada, que se arregla con un martillazo.
Al patio, su padre saca el camión más antiguo de la colección del hijo. La sonrisa de José Alberto se enciende al trazar con una mano un camino en la tierra para poner a andar el carrito, como juegan los niños. Pero sabemos que ha sido para complacer nuestro antojo de una foto. Es el polvo un enemigo público, porque se cuela sin permiso hasta su cuarto e intenta empañar las piezas que solo él limpia con el esmero de un conservador.
Hay dos familiares más que no nos pierden de vista: la hija y la mascota. No está el hijo, pero nos cuenta de su afición por las motos. La niña todavía estudia y se hace cargo de Tobi, un perrito bien curioso. Mientras escucha a papá, se le nota el orgullo. Seguro cuando pequeña quería jugar con los camiones de cartón, pero pronto aprendió que eran intocables. Ahora entiende por qué.
—Aunque es evidente el acompañamiento, quiero que hable de su familia.
—Mi familia es lo máximo y me apoya en todo. Si antes me decía “no hagas esto” ahora me apoya, no porque esté enfermo, sino para empujarme a la voluntad de luchar contra la enfermedad.
—Ya que habla de voluntad, ¿qué mensaje dedica a quienes no saben cómo afrontar el Parkinson?
—Que la mejor manera de luchar contra la enfermedad es ser activo. El Parkinson quiere tumbarme, pero yo no lo dejo. Mi doctora en La Habana me dijo una cosa que la tomé como premisa en mi vida: que la enfermedad está en el cuerpo equivocado. Por mi voluntad he logrado estar activo y pienso seguir.
Y a mí me gustaría estar cuando inaugure su primera exposición. Digo en voz alta y entonces nos invita a su santuario, que es su cuarto. Nadie entra allí sin su permiso. Cada camión en miniatura está en el sitio exacto, alineado en los anaqueles que él mismo construyó. Su celo por las piezas tiene una razón: si un niño entrara, lo primero que haría sería tocarlos, y el cartón, por frágil, no resiste. Tampoco descarta exponerlos, siempre y cuando se garantice el cuidado.
En esa casa, el amor no es un acto de sacrificio, sino un pacto silencioso de apoyo y resistencia. Juntos, han demostrado además que la grandeza no está en la ausencia de dificultades, sino en la manera en que se enfrentan, hombro con hombro, sin soltar nunca el volante de la vida.