CAMAGÜEY.- La casa de Ángel Blanco Miralles es semejante a la del carpintero Gepetto, padre de Pinocho. Solo que, en vez de relojes, tiene piezas de cerámica en los lugares más insospechados. En el hogar del anciano del cuento infantil se escucha un ding-dong ensordecedor –o enloquecedor. En el de Ángel hay olor a barro fresco. Predomina el color rojo. Sobrevuela el espíritu barroco, realista y tradicional que caracteriza la obra de este creador, de más arte que títulos.

Una sugerencia: nunca busque a mi entrevistado por su nombre o apellidos, ni en su cuadra ni entre conocidos. Es imposible. Los perdió desde el nacimiento. Los dejó en el hospital donde la madre dio a luz. “Usted pesa un poco más de cien libras y parió a un niño de 11, este sí que es un bebé criado, le dijo el médico a mi mamá”. Así, se le quedaron Bebé, Bebo y Bebito, como apodos vitalicios, antes de que usara pañales.

“Han sido 50 años con una pelota de fango entre las manos”, justifica Bebé el talento alcanzado con la práctica. Habla del estudio continuo de libros sobre maestros del Renacimiento como Miguel Ángel, Bernini, Da Vinci, Rodin… Todavía maldice al ciclón Flora por haberle “ahogado” los ejemplares que jamás leyó. Y en la posición de la escultura El pensador, le pregunto: ¿de dónde le viene el amor por los animales, tan representativos en su cerámica?

“Cuando tienes una mascota, te da todo su cariño de manera desinteresada. En esos seres, al menos en mi caso, descubro un alivio sentimental. Por tal motivo, al confeccionar un burro, un gallo o un perro, es mi alma la que se comunica con el barro. Ellos fueron mi motivación para estudiar Medicina Veterinaria, oficio que ejercí durante un buen tiempo ¡Y no me fue mal!”.

La mayoría de las vivencias de Bebé rozan la aventura. Quizá no a lo Indiana Jones, pero terminan en una especie de desenlace cinematográfico como el encuentro con Fidel.

“Yo estaba en una vaquería de Jimbambay sacándole la placenta a una vaca. Entonces vi cómo un helicóptero aterrizó en la zona de pastoreo y de él se bajó el Comandante. Al verme se acercó a mí y me hizo un rosario de preguntas técnicas que, felizmente, contesté. Para trabajar usaba una ‘pachanga’ que vendían en el San Juan camagüeyano, y antes de marcharse, Fidel me dijo: ¡Acuérdate que el mejor remedio contra el sol es un sombrero alón!”. Son pequeñas migas, que se funden con su quehacer.

El movimiento es protagonista en la obra de Bebé. Un movimiento creíble, grácil como el que traslucen los gallos a relieve, sobre los platos anchos; como el de las vacas que te lanzan una mirada dulce mientras reposan en la hierba, o el de la expresión realista de los burros que transportan mercancías sobre sus lomos. Confluye en esa danza visual la figura del guajiro, expresión de la esencia criolla que persigue en sus esculturas y símbolos camagüeyanos como el tinajón.

“Siempre intento que mis piezas reproduzcan, a través de escenas comunes, nuestras tradiciones. Una de ellas es la del aguador, personaje de la colonia que vendía agua en tinajas mientras su mulo las cargaba”. Y luego, con su voz aguda, entona el ingenioso pregón: “a tres quilos el cubo, la tinaja a medio, santo remedio”.  Por la calidad de su producción recibió el Premio Nacional Por la Obra de la Vida, en el 2011; el galardón Manos, en el 2014, y fue reconocido con el lauro Ciudad 500. También pertenece a mi club imaginario de la gente que no rebaja sus capacidades creativas ni traiciona un estilo auténtico, en función de un mercado facilista, aunque se lo exijan los nuevos tiempos.  

En el poema Canto a mí mismo, Walt Whitman asegura tener, a sus 37 años, una salud perfecta. Bien adentrado en la tercera edad, Bebé no puede secundar al poeta norteamericano. Sin embargo, a pesar de la debilidad en sus piernas y manos, ironiza sobre la muerte, disfruta la claridad del sol… y piensa en el trabajo. Piensa en amasar el barro. Es indetenible. La constancia lo ha convertido en el padre de cuantiosos hijos de barro, de una obra única. Así le sucedió a Geppetto y el resultado fue Pinocho.