CAMAGÜEY.- Esta pelea inició, quizás, el día que Julio César recibió sus dos apellidos o probablemente antes, cuando comenzó a gestarse en el vientre de Ana. Pero hoy nos saltaremos muchos capítulos e iremos a los hechos de este 6 de agosto de 2021, fecha rara para un evento que se ha empeñado en mantener el nombre de Tokio 2020.
Minutos antes de comenzar el calentamiento, ellos hablaron. Aunque él quiso transmitirle seguridad, terminó preocupado: “Si te vas a poner como el otro día, no veas la pelea, pero puedes estar convencida de que te voy a regalar la victoria”, le dijo.
Sonó la campana. Cuando el ruso Muslim Gadzhimagomedov salió en su búsqueda, Anita y Julio empezaron a moverse. Ella caminó hasta la puerta alejando la vista del televisor y él dio dos pasos a la izquierda, uno a la derecha y lanzó el primer recto. “La Sombra”, como le llaman en Cuba, giraba constantemente con la guardia abajo y soltaba combinaciones de dos golpes tras esquivar los violentos swings de su rival. Su madre vio poco del primer asalto, pero alguien le gritó que lo ganó 4-1.
Una semana antes, tras la polémica pelea contra el cubano-español Enmanuel Reyes y su frase de cierre, comenzaron a vivir momentos intensos y contrastantes en su hogar. “Varias personas nos escribieron groserías y amenazas sin conocernos. Las cosas llegaron a tal punto que los muchachos (los amigos de Julio) vinieron corriendo una tarde porque leyeron en las redes que habían atacado la casa con piedras, pero la verdad era que recibíamos muchísimo apoyo y cariño de la gente”, contó Ana.
Al regreso de las esquinas para el round intermedio, El Doctor, como se autonombrara una vez, iba con la indicación de convencer aún más. Respondió inmediatamente con más intercambios y efectividad en los golpes. Provocaba a su contrincante para hacerlo fallar y responder con centellas de jabs. Mientras, su progenitora se sentó al fondo de la sala con la vista hacia el altar de su Orula. Pasaron los tres minutos.
Amigos, familiares y entrenadores se daban ánimos y hubo hasta quien se atrevió a brindar con antelación con un poco de ron barato, de ese que le ofrecen cuando viene y que él siempre acepta. Porque los amigos de Chachá, como lo conocen en La Zambrana y la Plaza San Juan de Dios, son los mismos de siempre, los que compartieron el trozo de pan y el vaso de sirope, las malas noticias y las fiestas de tambor.
En el ángulo azul del cuadrilátero él permaneció de pie y escuchó la votación 5-0 a su favor, certeza que le sirvió para salir a concluir el trabajo más escurridizo que nunca, porque en los pesos completos cualquiera te manda a la lona de un golpe y el ruso lo hace bastante seguido. Nunca dejó de danzar de un lado a otro, siempre tirando en retroceso y frenando en seco a Gadzhimagomedov. El tiempo y la torpeza del hombre de rojo fueron sus aliados, pero también lo fue su mamá, que a esa hora ya era lo suficientemente fuerte para estar parada frente a la transmisión atacando al aire. Y así estuvieron, hasta la campanada final.
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Los jueces de conciencia y mando a distancia que tanto atacaron se mordían la lengua al tiempo que en varios idiomas anunciaban por unanimidad el segundo reinado olímpico del muchacho que lleva solo los apellidos maternos. Al centro del ring se lanzó de espaldas el único púgil que ha ganado las olimpiadas en los pesos semipesados y pesados, el conquistador de la medalla de oro número 40 del boxeo de Cuba bajo los cinco aros, el décimo octavo hombre en la historia que sube a lo más alto del podio en dos o más citas estivales consecutivas.
Pero Julio no se atragantó con toda esa gloria que a otros les hubiese cegado. Buscó la cámara para decir: “te amo, Cuba, te amo mamá”. Y Ana, que también había caído al suelo después de tanta emoción y tantos años de pelear sola por su hijo boxeador, le ripostó con un: “yo te amo más”.
Para los que lo conocemos es fácil decodificar ese amor a algo tan grande y abstracto como Cuba: son sus amigos guapos y medio vagos; los viejos que lo educaron a regaños y a los que visita siempre; la gente a la que ayuda con unos pesos o unos besos; sus hermanos de religión; los entrenadores y compañeros de equipo desde la EIDE hasta La Finca; los niños con los que juega fútbol escondido de los entrenadores; el piquete que se le pega en la discoteca; los “consortes” del dominó; los médicos y las enfermeras que lo curaron de un balazo y ahora salvan a los pacientes de COVID-19; el mecánico que no le quiere cobrar el arreglo del carro; el carretillero que le rebaja las viandas o los muchachos de la Universidad que hacen cola para hacerse fotos con él. Y Ana decodificó todo eso desde su hogar, en la madrugada cubana. Y la que ha llorado y peleado para hacer de Julio el hombre que es, se sintió otra vez en paz. Porque sabe que esa Cuba, también lo ama.