CAMAGÜEY.- La casa olía a madera vieja y a flores recién cortadas. Los muros despintados, gastados por el sol, sostenían tapices, cuadros y tejidos que parecían custodiar la memoria. En medio de aquel escenario, Trinidad Cruz Crespo —Trinita— me hablaba con los brazos abiertos, como si quisiera abarcar todo Hatuey en un gesto.

Yo, sentada frente a ella con la agenda sobre las rodillas, apenas podía seguirle el ritmo: sus ojos azules brillaban con una gracia vivaz, sus frases se deslizaban entre anécdotas y mandatos, y su risa se colaba como un hilo de bordado que unía pasado y presente.

Aquella mañana de 2010, en la Casa de Cultura Comunal “Belén Nieves”, conversaba con una mujer que lideraba un grupo de artesanos en el pueblo declarado una década atrás Cuna de la Artesanía en Camagüey. Trinidad no solo era el alma de aquel movimiento: fue miembro fundadora de la Asociación Cubana de Artesanos Artistas (ACAA) y del Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC). Su entrega y talento le valieron reconocimientos, entre ellos el premio nacional Manos, máximo galardón otorgado por la ACAA.

“Yo soy más mandona —me confesó entonces—. Si hubiera estudiado, seguro cogía un cargo en Cultura. Estoy en todas. Tengo ese defecto”. Y lo dijo con un orgullo juguetón, consciente de que su liderazgo en el grupo de artesanos del pueblo no necesitaba diplomas. Ella dirigía, enseñaba, convocaba a campesinas, tabaqueras y niños, convencida de que el trabajo —aunque fuera duro— era la única cura contra la tristeza: “Lo que te mata es el disgusto”, sentenció.

Su patio elevado era más que un jardín: era taller, aula, altar. “Todos los días siembro una planta o dos, o veinte. Cuando muere alguien y siento que me va a entrar la tristeza, tomo un gajo y lo siembro”. Había mameyes, naranjos, aguacates, flamboyanes. Había gallinas, palomas y peces. Había, sobre todo, la obstinación de mantener viva una primavera incluso en tiempos de sequía.
 
En Hatuey, casi todas las mujeres bordaban, tejían o pintaban. Allí estaba Panchita, la pintora que llenaba lienzos y güiras con paisajes y bodegones, la misma que un día de 1986 recibió la visita de Vilma Espín y con ella la confirmación de que aquel rincón era la cuna de la artesanía. También estaba Idelisa, autora de cojines y cubrecamas; Ana Julia, muñequera que alegraba a los niños del Programa Educa a tu hijo; o Genry Torres, con sus miniaturas de personajes históricos, empeñado en darle cuerpo a la memoria del pueblo.

Trinita era parte de esa constelación, pero tenía un brillo distinto: una mezcla de humor, autoridad y ternura que la hacía imprescindible. Su creatividad parecía inagotable. En las palabras a un catálogo para una muestra de 1983 en la Casa de Cultura Ignacio Agramonte, Roberto Funes detalló los materiales que ella empleaba: caracoles, güiras, raíces, semillas, polietileno, tapas metálicas y plásticas, tejido de yute, cañabrava, botellas y troncos.

Desde los años '30, cuando aprendió el crochet con una sola agujeta, Trinita fue abriendo caminos. En los '50 dominó el bordado a punto de cruz, favorito de las bordadoras; en los '60 se adentró en el miñardí y el frivolité, confeccionando estolas y batones premiados en diferentes eventos. En los '70 incorporó el yute a los bordados, y en los '80 sorprendió con el uso del estambre para zapatos de plataformas, carteras, estolas y vestidos, una moda que impuso hasta finales de los '90. Nada le era ajeno: también pintaba sobre madera, trabajaba con conchas y sogas, y guardaba en maletas cubrecamas antiguos heredados de sus abuelas, junto a vestidos, sandalias de base de madera y hasta estolas hechas con la cola de su traje de novia.

Su obra trascendió los límites del pueblo. Participó en ferias nacionales, obtuvo premios y exhibió piezas en Dinamarca, Suecia, México, Nicaragua, la Unión Soviética y Bulgaria, además de las Jornadas de la Cultura Popular Cubana en países del campo socialista. Se cuenta que la cantautora Marta Valdés le dedicó una composición a su labor creadora. Y no fue un legado estéril: su hija María Esperanza ha continuado el camino, confirmando que
en Hatuey la artesanía es herencia y promesa.

A los 84 años, mientras hablábamos, Trinita me confesó que coleccionaba mariposas, botones y cajas de fósforos; que de niña hacía muñecas para sus ocho hermanas y hasta vestía al único varón; que su madre había sido una costurera de primera. De escolaridad apenas alcanzó el tercer grado, pero aprendió a leer la vida en los tejidos y a enseñar sin manuales. Ya no bordaba porque no veía para enhebrar la aguja; sin embargo, no abandonó la costumbre de crear: “Ahora me dedico a las tiritas —me dijo— para aprovechar las tiras que tengo, algunas con más de 50 años”. Su vida entera estaba bordada en capas: familia, artesanía, agricultura, amor.

Cuando evocaba a José, su compañero de casi seis décadas, la voz se le quebraba. Pero enseguida retomaba el hilo con la fuerza de quien se sabe resiliente: “Mi vida siempre ha sido una primavera. Puedo estar triste ahora, pero inmediatamente me recupero”.

Quince años después, a través del pintor Isnel Plana, me llega la noticia de que el 12 de julio Trinita cumplió 100 años. Vuelvo a esa escena como quien regresa a un álbum: la mujer que parecía inagotable, el patio elevado del pueblo, el rumor de los flamboyanes. Y me pregunto qué queda hoy de todo aquello que fundó y sostuvo: el grupo de artesanas, la Casa de Cultura como refugio, la idea de que en Hatuey —ese pueblo donde todos parecían bordar, tejer o pintar— la artesanía era una manera de vivir. Quizás aún resista, en algún rincón, esa obstinación de sembrar contra la tristeza.